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Opinión

¿Por qué miente el Cardenal?

¿Es ético hacerse eco de las mismas argucias que usan los verdugos para continuar martirizando a sus víctimas?

La Habana

Hace unos días que el cardenal Jaime Ortega le tiró a quemarropa a todos los presos políticos cubanos.

Los disparos salieron desde la Cadena Ser, la radioemisora más antigua de España y con cerca de cinco millones de oyentes. Allí dijo que en las prisiones  de la Isla no había presos por causas políticas. 

Sus declaraciones refuerzan las evidencias de que ha hecho algún pacto con los carceleros.

No es la primera vez que se proyecta como cualquiera de los funcionarios de la nomenclatura en su afán por descalificar a las personas que envían a la cárcel, mediante una parodia judicial, y disfrazados de criminales comunes.

El máximo representante del clero católico nacional asume el triste papel de validar el discurso del Gobierno con un empeño que, si no es diabólico, está cerca de serlo.

Independientemente de las controversias que se han generado en torno a las listas que existen de personas encarceladas por oponerse al sistema, eso no justifica pasar la página de un tema tan sensible.

Salvo casos muy puntuales, la mayoría de los reos cumplen con los parámetros que avalan la condición de preso político.

Si de hechos violentos se trata, aunque personalmente he estado y estaré en contra de este tipo de acciones, ¿cómo se entiende que el dictador Fulgencio Batista le concediera el estatus de preso político a Fidel Castro y al resto de los guerrilleros que sobrevivieron al asalto del Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953?

Resulta cínico que ahora se esgrima el uso de la fuerza por parte de algunos convictos para mantenerlos tras las rejas en condiciones infrahumanas.

Los asaltantes del Moncada recibieron el perdón presidencial en menos de dos años, después de liarse a tiros contra los soldados del enclave militar y, en el caso de Fidel, hasta le permitieron ejercer su defensa ante el tribunal.

Por ironías de la vida, entre los líderes de la campaña para proteger a los atacantes de la ira gubernamental estaba el Arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes.

Ahora es un cardenal el que se brinda para correr las fronteras de los suplicios a través del ninguneo y con el alquiler del discurso que el Partido elabora en sus talleres del odio y la manipulación.

Y del 2009 se recuerda su función como correveidile en el destierro de los prisioneros del Grupo de los 75.

Era él quien llamaba por teléfono a los reos para proponerle lo que le habían ordenado desde las oficinas del poder real: quedarse cumpliendo las altas condenas o salir de la celda hacia el aeropuerto internacional José Martí, rumbo a Madrid y sin boleto de regreso.

El prelado cubano, en el ejercicio de sus funciones como máximo representante del catolicismo en Cuba, no ha demostrado estar a la altura de lo que enseñan las Sagradas Escrituras.

¿Es ético hacerse eco de las mismas argucias que usan los verdugos para continuar martirizando a sus víctimas?

¿Por qué miente de manera tan flagrante?

¿Qué motivos lo impulsan a matar las esperanzas de personas que sufren prisión por oponerse a una dictadura?

Debería abogar por una amnistía general o parcial. Pero su lógica es otra. La misma de los bárbaros que en vez de presos políticos ven gusanos y sombras chinescas.

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