En un inesperado giro, los gobiernos de EEUU y Cuba anunciaron este miércoles el restablecimiento de relaciones diplomáticas. Contando con mediación del Vaticano y Canadá, Barack Obama y Raúl Castro acordaron un polémico trueque de prisioneros y la reapertura de embajadas en ambas capitales. A través de un discurso y una declaración escrita, Obama detalló el alcance de las medidas estadounidenses. Desde su lúgubre despacho y vestido de militar, Castro limitó su intervención al asunto del canje y a su manida argumentación política.
En este sentido, resulta exagerado el optimismo de las cancillerías, la prensa internacional, la Iglesia Católica y cubanos de todas las orillas, en tanto el plan del castrismo para asumir las propuestas de Obama no está sobre la mesa, si es que existe.
Por más de medio siglo el régimen cubano se ha declarado como "plaza sitiada" para justificar sus crímenes, encarcelamientos y la ausencia total de libertades de asociación, prensa y expresión. Puesto que el núcleo duro del castrismo jamás ha prometido reformar el sistema político tras el cese del supuesto "sitio", es lógico cuestionarse cómo el restablecimiento de relaciones diplomáticas podrá contribuir a la normalización de Cuba.
El éxito de las medidas económicas anunciadas por Barack Obama depende principalmente de la voluntad del régimen. Y no parece probable que quienes evitan por ley el enriquecimiento de los pequeños empresarios y ostentan el monopolio del proceso productivo, vayan a permitir el "empoderamiento" esbozado en esta nueva política estadounidense. No hay nada más que esperar de Raúl Castro, ni siquiera un vaso de leche. Más allá de la realpolitik esgrimida, de las alianzas internacionales pragmáticas o aberrantes, la solución estriba únicamente en la actitud de los cubanos ante el cambio.