He contado en otra parte cómo fui a dar a una celda de la Seguridad del Estado el 14 de octubre de 1974. Me sacaron de la escuela, el preuniversitario José Luis Estrada, en Cienfuegos, bajo el falso pretexto de una reunión inaplazable. Como era desafecto y toda la escuela lo sabía, sospeché de las explicaciones que me ofrecieron los dos estudiantes de la Sección Cultural encargados de acompañarme, o más bien de escoltarme, camino al Ministerio de Educación.
Allí tuve que esperar un buen rato porque me llamaran. Vi al director Rolando Cuartero asomarse a una puerta y, un poco más tarde, aparecer a dos hombres vestidos de verdeolivo que portaban una carpeta con la orden de arresto ("por diversionismo ideológico"). He confesado que en ese momento la sangre pareció abandonarme el cuerpo, que sudé copiosamente y que me flaquearon las piernas. Así atravesé el patio de la antigua mansión convertida en ministerio, y así caminé por un zaguán recubierto de mosaicos hasta alcanzar la salida. Esa trayectoria, que me pareció interminable, ocurrió bajo las miradas acusadoras de maestros y funcionarios.
Ya en la calle, fui conducido a un Alfa Romeo sin marcas oficiales. Uno de los policías viajó conmigo en el asiento trasero; el otro enfiló el auto hacia la carretera de Cumanayagua. Traté de disuadirlos de ir a mi casa con tal de evitar un encuentro con mi madre, pero los guardias dijeron que debían hacer un registro. Creo que siguió un breve intercambio y que los policías lamentaron tener que aprehender a un muchacho de 18 años "por una tontería", y que censuraron mis "actividades subversivas". Yo respondí que "no había hecho nada".
Mis sospechas en lo tocante a la maldad esencial del sistema (el castrismo, la revolución, el socialismo, o como quiera llamársele) quedaron confirmadas en el transcurso del arresto y el allanamiento. Mi detención era improcedente y cruel. Ahora unos extraños registraban debajo de los colchones, volcaban escaparates y libreros. A los parientes y vecinos que venían a esa hora a tomar café y visitar a mi madre los tomaron prisioneros. El registro duró alrededor de cinco horas, al final de las cuales los policías cargaron el Alfa de libros, revistas, cuadros y varias cajas de papeles. Partimos hacia un lugar no especificado que resultó ser el G2 de Santa Clara.
En el G2 pasé los primeros 30 días de encierro. Durante ese mes sentí terror, desesperación, remordimiento, y quizás hasta un poco de orgullo. Me consideraba superior a mis captores por el simple hecho de estar enterado del engaño, por saber lo que ahora sabía, aunque sin planteármelo en esos términos. De alguna manera, me regodeaba en el arresto, el registro y la humillación.
La primera celda en que caí era doble y en ella había otro recluso de apellido Peñate que llevaba meses encerrado por intento de fuga. Era veterano del sistema judicial castrista, que me describió a grandes rasgos, así como el funcionamiento del aparato penitenciario en el que había pasado la mayor parte de su vida. Le dije que yo era un desafecto, un opositor al sistema, un espíritu crítico y un escritor peligroso. Le confesé que era estudiante de segundo año de preuniversitario. Peñate escuchó mi historia y se compadeció de mí, pero esa noche, la primera que yo pasaba tras las puertas de acero de una mazmorra, me pronosticó diez años de condena. Su cálculo me tomó por sorpresa. Finalmente, la petición de la fiscal fue de 12 años; la condena de 6. Peñate me dijo que había caído en un hueco del que era imposible salir; que solo había salida hacia abajo, hacia las cárceles y los campos de castigo.
Esa madrugada me despertaron para el primer interrogatorio (los procedimientos del traslado desde la celda hasta el despacho del interrogador, a través de los pasadizos secretos del G2, han sido descritos por Valls, Valladares y otros). A partir de ese momento perdí el sentido del tiempo, no supe si era de día o de noche. Las pesquisas duraron todo el mes, y en ese tiempo conocí el organismo interno del régimen. Mi visión del futuro, mi aspiración a una carrera en lenguas clásicas, terminaron abruptamente la mañana del 14 de octubre de 1974.
El juicio tuvo lugar en noviembre. Los testigos de cargo fueron, por orden de aparición: mi amigo, el dramaturgo Oscar Álvarez; Marianela Ferriol, estudiante de tercer año y presidenta de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM); Rolando Cuartero, director del preuniversitario, y Armando Pérez, el jefe del Partido. No retengo el apellido de la fiscal, pero recuerdo que su nombre era Marcia.
Los cuatro me acusaban del mismo delito, vagamente definido como "diversionismo ideológico". Explicaron la manera en que yo había circulado entre los estudiantes del pre un poema contrarrevolucionario donde me burlaba del cambio de nombre de la avenida Carlos III por el de Salvador Allende. Recordaron que, durante las lecturas obligatorias de los discursos de Fidel, yo había solicitado retirarme, alegando aburrimiento e indiferencia. Luego de escuchar estas declaraciones, la fiscal ratificó la petición de 12 años.
La sentencia de 6 años llegó en diciembre, cuando ya me habían trasladado al vivac de Santa Clara. En ese momento tenía lugar allí una huelga de hambre de presos plantados. Dos celdas contiguas fueron vaciadas, requisadas y baldeadas (me asombró que una huelga requiriera esos minuciosos preparativos), de modo que no quedaran más que las literas desnudas. Los huelguistas venían de una prisión llamada Kilo Siete donde había comenzado la protesta, y llevaban varias semanas sin probar alimento. Vi a un grupo de esqueletos renqueantes penetrar en la oscuridad de la galera. Iban cantando el himno nacional.
Meses más tarde volví a encontrármelos en el campo de concentración de Ariza, al que me trasladaron en enero del 75. Allí supe que algunos de ellos habían quedado inválidos. También reencontré a Peñate. De mis compañeros de Ariza quiero recordar a Isaac Oviedo, Evaristo Tortoló, Orlando Lima, el gallego López Pico, José Manuel Castiñeira, Mundito, Mitre, Lalo, Stella, Jova, El Hierro, Masae’coco, El Charro, Otto Meruelo, Luis Puig Tabarés y Bebo Cabrera. Entre ellos (abogados, campesinos, diplomáticos, maestros, actores, médicos y contrarrevolucionarios) completé mi educación, y de ellos aprendí la historia del presidio político cubano, desde Isla de Pinos, La Cabaña y Boniato hasta Manacas, La Huica y Nieves Morejón. Entendí que la cárcel era el reverso del mundo que había dejado atrás: aquí la dictadura operaba a cara descubierta, pero también los hombres se habían quitado la careta.
No teníamos nada que perder. Los presos de los años setenta éramos lo que hoy se conoce como desaparecidos, personas permanentemente borradas de los registros oficiales, y acaso de la existencia misma (no había entonces periodistas independientes que reportaran para el mundo exterior). El término de nuestras condenas era impreciso, la menor equivocación podía prolongar el encierro por varios años. Además, en las noches de apagón, cuando la planta eléctrica fallaba, los guardias de las garitas disparaban contra las barracas para evitar fugas. Me aconsejaron gatear hasta la puerta del barracón cuando se iba la luz.
En esas circunstancias leí las Cartas desde la cárcel, de Antonio Gramsci, uno de los pocos libros disponibles en la pequeña biblioteca de Ariza. Clandestinamente conocí a Bulgákov, a Solzhenitsyn y a Gheorghiu, autores prohibidos "en la calle". Más tarde Tortoló me habló de Koestler, y Chema Castiñeira de Marcuse, Habermas y Cohn-Bendit. Otto Meruelo me describió el segundo mandato de Fulgencio Batista. Todos se admiraban de tener entre ellos a un joven opositor que no conocía nada más que el comunismo.
Debido a que mi causa (110/74) estuvo involucrada, así fuese poéticamente, en los acontecimientos del 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile, debo referir aquí el episodio que marcó mi transición desde el anticastrismo juvenil al discernimiento atroz de pertenecer a una categoría de seres políticamente inclasificables, condenada a la indeterminación histórica.
El suceso tuvo lugar en la caseta donde se nos permitía ver la televisión. Era un quiosco sin paredes, con cuatro horcones y techo de zinc, provisto de seis bancos de concreto y un televisor sintonizado en el mismo canal durante cuatro horas del día. A veces el guardia de nuestra sección, portando la bayoneta reglamentaria desde que José Abrantes asumiera el mando del Ministerio del Interior, pasaba de largo. Esa tarde divulgaban imágenes del Estadio de Santiago, otro de tantos reportajes sobre la situación chilena, aunque posiblemente fuesen imágenes de archivo, de 15 meses atrás. Mostraba a personas alegres, vestidas de civil, acompañadas de sus perros, de sus mascotas, fumando cigarrillos, tocando guitarras y cantando canciones protesta en las gradas. Los 20 o 30 reclusos que miraban el televisor intercambiaron miradas de asombro. Desde los bancos del fondo llegaron murmullos, y de pronto se levantó una carcajada.
El guardia fue a apostarse junto al televisor y desde allí fijó su mirada amenazadora en el grupo de televidentes. En ese preciso momento entendimos. Fue un entendimiento mutuo. El guardia comprendió que lo que mirábamos maravillados en el viejo televisor ruso era un atisbo de libertad —y nosotros fuimos los testigos de su iluminación. El guardia nos vigilaba como quien cuida a un grupo de niños asomados a la vidriera de una juguetería. Lo que nosotros veíamos eran personas en plena posesión de su humanidad, de unos derechos básicos que a nosotros nos habían sido arrebatados. Aún pereciendo, esas personas ganaban, morían victoriosas. Habían sido contadas, televisadas, absueltas, humanizadas. Creo que el guardia vio envidia en nuestros ojos, el sarcasmo y el desprecio de los que llevaban más de una década en un campo de castigo, vestidos con uniformes grises y gorras con orejeras importados del sistema penitencial soviético, y creo que sintió vergüenza.
La situación de los presos de Ariza se prolongaría aún otras cuatro décadas. El presidio político cubano sobrevivió la obsolescencia del Estadio de Santiago, el plebiscito de Pinochet, la llegada de la democracia a Chile, las presidencias de Aylwin, Frei, Lagos, Piñera y Bachelet. Podría decirse que los cubanos le envidiamos a los sudamericanos el paso de las dictaduras a la democracia. Los jóvenes chilenos que llegaron a Cuba hace 40 años como refugiados políticos, y que continuaron camino a Estocolmo y Berlín, hoy son diputados, ministros y senadores socialistas, miembros distinguidos del mismo parlamento que Allende quiso desbandar en 1972.