La política en Cuba es el negocio de los muertos. Sin muertos, los cubanos no les damos crédito a los políticos. Es más, le tiramos una trompetilla a quien no sea lo suficientemente tirano.
Como en toda nación inventada, en Cuba la acción predomina. Aplaudimos al caudillo que controla y provoca que ocurran cosas. Abucheamos al cubano que predica que hay que pensar las cosas antes de su ejecución. Teorizar es perder el tiempo. Y perder terreno (siempre tan escaso en las islas). Nuestro enemigo es puntualmente nuestro vecino y, como tal, ha de ser vencido. Preferiblemente, ejecutado sin mayor evidencia. Somos una nación sin juicio.
Sin embargo, también somos un pueblo con suerte. La providencia nos dio un ídolo acorde a nuestro destino. Fidel Castro es la máxima encarnación de la voluntad tanática de los cubanos. Una F no tan funesta como funeraria. Una C no tan criminal como cubana. Este mesías de la muerte estaba siendo esperado durante nuestra macabra historia de independencias y revoluciones. Negar a Fidel es negar al pueblo cubano y su idiotez idiopática. En esta sinonimia asesina nuestra nación ansiaba suicidarse acaso mucho antes de los fundamentalismos de su fundación.
Lejos de nuestra geografía parecemos personas pero, dentro de Cuba, en ese aislamiento impune que es toda isla, los cubanos nos mostramos sin tapujos tal como somos. Con un sadismo insondable para con nosotros mismos. Y con una inmisericordia proporcional a nuestra miseria, que hizo catarsis pero que no es exclusiva de la catástrofe del comunismo.
Ahora ya es obvia la violencia de una nueva era revolucionaria: el castrismo de segunda generación, el delirio dinástico que se le impondrá sin penas ni glorias a nuestra nación, gracias a que ya estamos exhaustos en tanto pueblo y cualquier idiotez nos da lo mismo (siempre y cuando sea idiotez, y no idea). Además, el exilio técnicamente se terminó: allí quedaron —aquí quedamos—, con los pasaportes cubanos con o sin actualizar, como monigotes huérfanos hasta de imaginación, donde a nadie nunca se le ocurrió refundar una patria sin patria (un sionismo post-socialista), pues la demagogia del eterno retorno redentor a una Cuba libre nos hizo perder el tiempo. Y el terreno.
Los cubanos libres tuvimos que vivir siempre biografías sin vida, puro currículo clueco de nuestros excepcionales éxitos estériles. Barbarie balcanizada en nuestro corazón sin comunidad, incomunicado.
Hoy, por fin ya hay más castrismo afuera que adentro de la Isla. Llegó, pues, la hora de la ósmosis obscena: académicos y criminales, intelectualidad e intelligentsia, apátridas y apparatchik, religiosos y represores, millonarios y militares, todos mezclados, todos mezquinos al margen de la ideología pero no del mercado.
Sin embargo, como pueblo, volvemos a tener suerte en esta alianza amplia para nuestra tardía transición de la dictadura a la dictacracia: el precio político serán apenas los pocos cadáveres que interfieran con esta fe en nuestro futuro fósil. Y es lógico. Sin esos mártires mínimos, sin esas muertes al por menor, sin ese genocidio selectivo por parte del capitalismo de Estado, los cubanos tampoco les daríamos crédito ahora a nuestros post-políticos.
Por el momento, los neocastros han demostrado estar a la altura del crimen. Pero un error sería irreversible, pues no tienen opción a estas alturas de nuestra espiral sin escrúpulos. Cubano que no mate a tiempo será matado a destiempo por otros cubanos con mayor valor adaptativo. Darwinismo en serie. En serio.