Soy una estúpida carnada, soy el perfecto idiota, y si no me estoy flagelando ahora mismo es por falta de un buen látigo. Soy alguien a quien le acaban de robar la bicicleta número catorce, al menos en los últimos quince años, desde que mi esposa empezó a llevarme la cuenta. Soportaré otra vez las burlas de quienes sugieren que no sea bobo y reclame el espacio que me pertenece en el Libro Guinness de Récords.
La última vez que la vi estaba recostada a la puerta del policlínico. Eran las cuatro de la madrugada y había llevado allí a mi esposa con urgencia porque no aguantaba más la falta de aire. Un cristal transparente me permitía mantenerla bajo observación constante desde la distancia, sobre todo su rueda trasera, como bajo una lupa, mientras despertábamos al médico. Al aproximarme a la enfermería, para entregar al enfermero una orden de salbutamol, le dediqué la que aún no sabía que era la última mirada.
No la veré más. Y esta certidumbre me produce una extraña flojera en las piernas, y desde ahí a la cervical y al corazón, por la evidencia, por la prueba contundente de mi deficiencia física-psíquica: estado de absoluta incapacidad frente al mundo para defender el derecho a poseer uno de los más elementales, orgánicos y fatigosos medios de transporte. El más generalizado en Cuba. El único a mi alcance. Quiero decir, casi a mi alcance.
Me hundo como en un pozo negro en el tremendo pesimismo, donde apenas reacciono cuando empiezo a escribir estas palabras, mientras mi esposa —a pesar de que llovizna y aún no se siente bien— ha salido hacia la policía, llena de ira y vitalidad, a hacer la denuncia.
Ella sospecha del custodio del policlínico. Aquel se mantuvo sentado junto a la puerta desde que llegamos hasta un minuto antes de descubrirse el delito. ¿Y si despertó a un cómplice, quizás en la misma cuadra, para que viniera a servirse a gusto? Los encargados de no dormir para velar y proteger, gente mal pagada y peor escogida, resultan frecuentemente el primer eslabón en las cadenas de hurtos. El acto de prestidigitación fue muy rápido y, cuando corrí afuera, ya la calle estaba vacía, por lo que me quedé con la idea de que la tendrían secuestrada dentro de alguna casa, cerca de allí.
Si no he llegado ya a quince bicicletas —esta sombra, que puede hacer más redondo y ominoso el promedio: una por año, se cierne desde ahora sobre mi cabeza—, se debe a que en mi récord hay al menos una que pude recuperar. La habían "guardado" los custodios de la biblioteca, y les convencí para que me la devolvieran después de todo un día dando carreras entre sus hogares, cargando de un lado para otro sus mínimas contradicciones, mientras mezclaba amenazas con la promesa de al final, si me complacían, quedarme callado.
Estuve cerca en otra ocasión. Por entonces aún sentía ánimos para ir a quejarme a la policía, y me habían pedido que diese vueltas por allí, a ver si aparecía algo. En una de esas vueltas, vi una con cierto parecido, entre varias decomisadas a una banda. El oficial de turno se puso feliz por poder cerrar algún caso y me la entregó sin más preguntas. Sin embargo, durante el papeleo, cuando creía archivar un capítulo de mi odisea, aquel representante de la ley cambió de rostro: para su frustración, el tamaño de la bicicleta que constaba en el acta del decomiso era distinto. No distinto al tamaño real que había soportado mi peso alguna vez —cosa que ambos podíamos pasar por alto sin gran esfuerzo—, sino al que aparecía especificado en mi acta de denuncia fechada unos meses antes.
Todo empezó o empeoró en la segunda asiatización de Cuba. Llegaban buques repletos de bicicletas chinas para hacer frente a la retirada del petróleo soviético, a costa de las reservas de grasa que pudieran hallarse entre nuestros pequeños músculos. Y desde entonces nunca tuvimos paz. Pronto iba a parecer un cuento de ciencia-ficción aquella época en que recostábamos nuestro órgano vital a una columna en un portal de un cine para entrar a ver tranquilamente una película.
Han sido raptadas frente al parvulario donde almacenaba a mis hijos por varias horas, en los patios de las escuelas en que ellos estudiaron, en la acera delante de mi casa, en el portal, en la sala... Así las he visto desaparecer de todos los tipos y colores y en las más diversas circunstancias, día y noche.
A veces todas vienen a mi mente en procesión. Entonces recuerdo —y más que evocar la siento, como si fuera íntimamente mía— una escena al final de la película Madagascar (1994) de Fernando Pérez, donde los personajes caminan en medio de una multitud fantasmal, todos llevan sus bicicletas de la mano, cruzan un túnel oscuro. Quizás esta imagen representa como ninguna el paso de Cuba por el Periodo Especial en los años noventa, pero a veces me digo que soy yo apenas, uno más visto por dentro, múltiple, acudiendo desde todos los ángulos de un cansancio infinito, a asir el manubrio de una vida perdida.
Nada hay más duro que el golpe de vacío que no ves venir, cuando súbitamente ya lo tienes ahí —bastó que por un segundo miraras hacia otro lado—, donde estuvo siempre esa exacta prótesis cíclica, palpable, crujiente, a la que has vivido aferrándote como a una tabla sobre el mar. Es directo al estómago y te deja sin aire.
Ha vuelto ella, mi esposa. "Fíjate si fue importante hacer la denuncia —se justifica— que dicen que hoy, en esa misma zona, se han robado otras cuatro, parece que hay una banda".
Yo no le reprocho. Y se va a dormir con la ilusión de que nos hallemos, efectivamente, ante una banda, y no otro ladrón casual o solitario.
De estar organizados, depredarían más, o sea, lo suficiente, como asesinos en serie, para que la policía se decida a ir tras ellos y para que cometan errores.
Mañana le pregunto si en su denuncia especificó el tamaño.