Saúl, dueño de un Dodge de los años 50, está convencido de que el Gobierno ha iniciado una ofensiva para delimitar, frenar y acosar con nuevos impuestos y regulaciones al trabajo particular.
"Es una guerra sucia. Con doble rasero. A los trabajadores por cuenta propia quieren aplicarles normativas de salud, planificación física y controles medioambientales del Primer Mundo, mientras las industrias y comercios del Estado las violan abiertamente", señala Saúl, quien utiliza su viejo auto como taxi.
De 32 cuentapropistas consultados para este reportaje, 28 sienten que las reglas de juego han cambiado de un año acá. Hagamos repaso. En 2012, Planificación Física obligó a cientos de dueños de negocios a reubicar sus emplazamientos por "violar las normativas de la ciudad".
Por ese entonces, Antonio vendía barras de guayaba y maní en un portal de la Calzada 10 de Octubre. Una notificación de la ONAT (Oficina Tributaria, que concede licencias al trabajo particular) a numerosos expendedores de frituras, baratijas y artesanías les hizo saber que no podían vender en los portales.
"Nos dijeron que debíamos reubicarnos en calles contiguas y dentro de una vivienda. Era el colmo. Precisamente es en las avenidas, por transitar muchas personas, donde se puede vender más. Luego aumentaron los controles e inspecciones y también las prohibiciones para los vendedores de productos industriales. Conclusión, en mayo de este año, tuve que entregar la licencia", cuenta Antonio.
De dos docenas de vendedores que todos los días ofertaban sus productos en la Calzada 10 de Octubre en 2012, en noviembre de 2013 solo quedan cuatro. Dos de ellos son impedidos físicos y lo hacen ilegalmente. "Yo salgo a vender fosforeras y jabas de nailon y otros artículos, pasada las 4 de la madrugada, cuando hay menos inspectores. Hace 9 años sufrí una apoplejía severa y quedé postrado en un sillón de ruedas. La chequera de la jubilación se me va en pagar la luz. Ya estoy de vuelta. Seguiré vendiendo y no pagaré ninguna multa. Que me metan preso", dice sin alarde este habanero de 60 años.
Las vueltas de roscas al trabajo particular son frecuentes. "Es un cerco. Una política para acorralarnos y que no hagamos mucho dinero. El Estado nos ve como enemigos", señala un vendedor de helados.
El régimen nunca ha ocultado sus intenciones. En el primer párrafo de esa "biblia" llamada Lineamientos Económicos, se plantea que no se permitirá acumular capital a los dueños de negocios.
Por tanto, es una batalla más o menos sutil. Una guerra económica para frenar el enriquecimiento, la competencia a establecimientos estatales y la difusión de audiovisuales sin el control de los comisarios ideológicos.
En su intento, las autoridades aplican innumerables zancadillas y obstáculos. Desde poner absurdos gravámenes aduanales a pacotillas textiles e industriales procedentes del exterior o prohibir la entrada de alimentos, con la marcada intención de frenar los negocios privados.
Una competencia desleal. Utilizando su poder absoluto, la autocracia verde olivo ejerce un dumping a conciencia contra los particulares. Detrás está el temor de siempre: que la gente viva de manera independiente, al margen del Estado, y pueda acumular grandes cantidades de dinero.
En cada trabajador privado que logra prosperar, los mandarines criollos ven a un delincuente en potencia. Un rival. No es posible progresar en pequeños emprendimientos con tantas limitaciones.
A finales de los 90, tras la llegada al poder en Venezuela de Hugo Chávez, ese Santa Claus que repartía dólares y petróleo, Fidel Castro recortó de manera drástica el trabajo particular.
Castro entonces no necesitaba esa legión de "buscavidas" y "usureros" que en un futuro serían "contrarrevolucionarios". Su hermano Raúl, el heredero elegido a dedo, rescató el trabajo por cuenta propia agobiado por una crisis mundial y como paliativo al millón y medio de empleados y funcionarios que enviaría al paro.
Castro II ha dicho que el trabajo particular llegó para quedarse. Puede que no mienta. Sucede que el régimen prefiere aquellas labores como rellenador de fosforeras, cuidador de baños o reparador de paraguas, que apenas obtienen ingresos.
Las nuevas medidas de corte sanitario y medioambiental van dirigidas a los dueños de cafeterías, paladares, autos y camiones que se alquilan.
El diario Granma anuncia una batida a los vehículos usados como taxis, que con su ruido y emisión de gases dañan el medioambiente. Leyendo en la distancia, en Suecia o Dinamarca, se antoja una medida sabia.
El asunto es que precisamente el Gobierno es el primer gran contaminador. Durante décadas, fábricas estatales han arrojado sus desechos en ríos y puertos. Un tubo de escape o una pieza de repuesto para que un auto funcione con normas acorde al siglo XXI, cuesta varias veces el salario promedio en Cuba, que ronda los 20 dólares.
La mayoría de los taxis que circulan en la isla, algo más de 25 mil, son auténticos cacharros construidos hace más de cinco o seis décadas en los Estados Unidos. Si todavía ruedan, es gracias al ingenio personal y al robo de motores y piezas de entidades gubernamentales.
Más allá, hablar de higiene es santurronería al cubo. No hay más que visitar cualquier cafetín estatal habanero y observar las condiciones del establecimiento, el personal, la cocina y las moscas sobrevolando sobre las ofertas gastronómicas.
Según dice, el Gobierno está decidido a emprender una cruzada, con tal de establecer reglas de juego correctas que permitan el buen funcionamiento del trabajo particular.
Pero las prohibiciones a los cines 3D, tiendas de ropas y nuevas regulaciones sanitarias y medioambientales, dirigidas solo al sector privado, parecen ir en sentido contrario.