José Ignacio Rasco acaba de morir en Miami. Tenía 88 años, setenta de ellos dedicados a la lucha cívica, siempre junto a las mejores causas. Fundó el Movimiento Demócrata Cristiano en La Habana en 1959 y desde entonces fue el abanderado de esa corriente política. Al menos en ese momento, cuando comenzaba la revolución, y durante pocos meses, para lograr el desarrollo armónico de Cuba no parecía delito proponer un camino diferente al de Fidel Castro, su excondiscípulo y todavía amigo. Rasco creía en la Doctrina Social de la Iglesia.
Pero, casi enseguida, Rasco tuvo que pasar a la clandestinidad y luego al exilio tras buscar la protección de una embajada. Era (y sigue siendo) la maldita hora de la unanimidad revolucionaria. La única forma de no ser execrado y perseguido era suscribir la cosmovisión, la ideología y las medidas de gobierno impuestas por Fidel Castro y su cohorte de violentos ignorantes. Rasco supo que tenía que huir cuando un diario publicó un titular con un juego de palabras idiota y primitivo: "Rasco da asco". Comenzaba la costumbre del "asesinato de la reputación" que desde entonces no han dejado de practicar. Del fusilamiento moral al físico no había más que un paso.
Belén los une
José Ignacio y Fidel tenían unas cuantas cosas en común. Ambos procedían de familias pudientes de origen español. La de Rasco, muy católica y urbana, se había enriquecido moderadamente en La Habana, en actividades comerciales y profesionales. La de Fidel, había tenido éxito en el mundillo rural de la caña. En términos estrictamente económicos, el padre de Fidel era más rico que el de Rasco. El de José Ignacio, en cambio, tenía un mayor reconocimiento social.
Las dos familias, con mentalidad muy española, pensaron que la educación de los jesuitas era la mejor del país y ambas matricularon sus hijos en el Colegio Belén.
José Ignacio y Fidel se conocieron y se convirtieron en amigos en Belén. Coincidían en algunos aspectos. Los dos eran buenos atletas. Fidel, a quien entonces sus compañeros le llamaban "El Guajiro" por su origen rural, se destacaba en béisbol, baloncesto y campo y pista. José Ignacio, flaco y musculoso, también corría como un galgo y fue campeón de salto con garrocha.
Pero ya había rasgos muy preocupantes en la conducta de Fidel totalmente diferentes a los de José Ignacio. Mientras Rasco era un adolescente respetuoso de las normas y esencialmente prudente, lo que le ganó el reconocimiento de las autoridades escolares, Castro era un tipo temerario capaz de lanzarse a toda velocidad contra una pared montado en una bicicleta para ganar una apuesta, acción que le provocó una conmoción cerebral. Fidel, ya en quinto año de bachillerato, portaba una pistola con la que intimidaba a los estudiantes, arma de la que fue despojado por un horrorizado profesor.
No obstante, ambos eran inteligentes y buenos estudiantes, pero por distintas vías. Rasco porque era metódico, perseverante y estudioso. Fidel, porque tenía una memoria prodigiosa. Como los dos estaban entre los mejores y pertenecían a un club de debates que operaba dentro de la escuela, alguna vez protagonizaron un duelo verbal en el que discutieron un asunto que entonces enfrentaba a la opinión pública cubana: las ventajas de la educación privada frente a la estatal o viceversa.
Curiosamente, a José Ignacio le tocó defender la educación pública y a Fidel la privada. No se trataba necesariamente de establecer quién tenía razón, sino de utilizar el diálogo, la racionalidad y las destrezas oratorias como forma de solucionar los conflictos sociales. Fue la primera vez que el nombre de Castro apareció en los diarios. El periódico Hoy, el de los comunistas, lo insultó por su posición. Nada dijeron, sin embargo, de la argumentación de Rasco.
La Universidad
Fidel y José Ignacio volvieron a encontrarse en la Facultad de Derecho en la Universidad de la Habana. Rasco, además, matriculó Filosofía y Letras, donde conocería a Estela Pascual, quien luego sería su esposa durante 60 años, hasta la muerte de ella. Pero ahí las vidas de Fidel y José Ignacio comenzaron a despegarse tajantemente. En esa época (y desde hacía una década) la universidad era un foco de violencia política donde no faltaban los asesinatos, las extorsiones y el matonismo. Los tipos más admirados eran los bravucones que portaban pistola y amenazaban a estudiantes y profesores.
Había varios grupos de "matones revolucionarios" que se disputaban el control de la institución. Los más poderosos pertenecían al Movimiento Socialista Revolucionario(MSR) que dirigían Rolando Masferrer y Mario Salabarría, procedentes de la izquierda comunista, con la que habían roto —Masferrer, excombatiente de la Guerra Civil española había sido expulsado del PSP— y la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) presidida por Emilio Tro, un exparacaidista que había participado en la Segunda Guerra Mundial, y José de Jesús Ginjauma Montaner, más cercano del anarquismo. Todos estos grupos, de una u otra manera, se habían incubado en la lucha contra Machado y contra el primer Batista (1933 a 1944).
El enfrentamiento no era, fundamentalmente, por prebendas económicas (aunque algunas había), sino por el liderazgo político. Desde mediados los años veinte primaban entre los cubanos la razón y el liderazgo testicular. El valor supremo era la disposición a hacer o sufrir daño, o a enfrentarse al peligro en función de causas o grupos afines. Los nombres que despertaban la admiración de muchas personas, especialmente entre los jóvenes, eran los de quienes habían protagonizado ciertas hazañas "revolucionarias", como la ejecución de enemigos o la colocación de bombas. Era ese el lamentable rasero con que se establecía la jerarquía en esa penosa etapa de la historia cubana.
Fidel Castro inmediatamente intentó medirse en este terreno. Primero trató de acercarse al MSR de Masferrer por un procedimiento extremadamente vil: participó en el intento de asesinato de Leonel Gómez, un estudiante que figuraba en la UIR como enemigo del MSR. Lo hirió severamente, pero de nada le sirvió: Masferrer, Manolo Castro y Mario Salabarría no lo querían en su grupo.
La UIR, decidió entonces vengarse del joven Fidel y matarlo por el atentado contra Leonel Gómez, pero José Luis Echeveite, "El Gordo", un estudiante amigo del joven Fidel que, a su vez, era miembro de la UIR, lo defendió ardorosamente y pidió que no lo ejecutaran sin antes escucharlo.
Y así fue: la plana mayor de la UIR decidió oírlo. Fidel pidió perdón. Casi entre lágrimas aseguró que él no había disparado con la intención de matar a Leonel, y rogó lo admitieran en la UIR, organización a la que le prestaría su lealtad y su valor para siempre. Como en la UIR hasta las ejecuciones se decidían "democráticamente", hubo una consulta y por un voto decidieron perdonarlo y admitirlo en el grupo.
A partir de ese momento contaron con un pistolero más al que la prensa le atribuyó su complicidad en, al menos, dos sonados asesinatos: el del líder estudiantil Manolo Castro y el del sargento de la Guardia Universitaria, Oscar Fernández Caral, hechos que Fidel niega con más vehemencia que razones convincentes. Fernández Caral, herido de muerte en un atentado a corta distancia, tuvo tiempo de identificar a su atacante antes de cerrar los ojos. Aseguró que había sido Fidel, pero el hecho no se pudo probar en los tribunales.
Mientras Castro trataba de establecer su jerarquía mediante la violencia, Rasco participaba en la creación del Movimiento Pro-Dignidad Estudiantil, grupo que intentaba adecentar la vida universitaria y alejar de ella el matonismo y el permanente desorden que aquejaba a la institución. Casi todos los jóvenes vinculados a Pro-Dignidad procedían de las filas del catolicismo.
Fidel se hace comunista
Érase un joven y alocado pistolero a la búsqueda de una causa que le diera forma y sentido a su vocación de poder. Fue en aquellos años cuando Fidel se acercó al comunismo, como el propio Rasco le contó a Silvia Pedraza en una magnífica entrevista. Fidel había dejado de ser creyente en la religión de los católicos, pero comenzaba a creer en el marxismo. La visión de la sociedad y sus problemas que le transmitieron "los curas" ya no le era útil. Por el contrario, una religión que predicaba "poner la otra mejilla" y procurar soluciones pacíficas estaba en las antípodas de su temperamento. Ese era el camino de Rasco, no el suyo.
Los comunistas no tardaron en advertir que había llegado a la universidad un joven inteligente y con madera de líder que podía servir a sus propósitos. El PSP tenía en la institución a un scout dedicado a detectar y reclutar a estos buenos prospectos. Se llamaba Manuel Corrales y un día conoció a Fidel de la mano de Alfredo Guevara, un joven comunista que presidía la Facultad de Filosofía y Letras. En efecto: Fidel era un gran diamante en bruto al que había que pulir para quitarle las adherencias que le habían dejado los jesuitas y las que le proporcionaban sus vínculos con la UIR.
El marxismo-leninismo era la doctrina ideal para él. Ahí estaba todo: una sencilla explicación del origen de las injusticias sociales (la plusvalía, la opresión clasista, el odiado imperialismo aliado a los cipayos locales), y un método para cambiar la historia del mundo: la lucha de clases, la violencia revolucionaria, la huelga definitiva que traería como desenlace un paraíso sin opresores. Eso se lo enseñaron en un cursillo elemental que el PSP dictaba en un local de la calle Carlos III. Con cuatro ideas, un par de cojones y un invencible optimismo todo podía solucionarse. Fidel contaba con esos factores.
En la entrevista que le hizo Silvia, y en una semblanza de Fidel que Rasco escribió, hay una observación que creo debe resaltarse: el hecho de que Fidel sea, fundamentalmente, fidelista, no disminuye su condición de comunista. Stalin, acotó Rasco, también era estalinista, sin dejar de ser marxista-leninista. El caudillismo no está reñido con la ideología. Se puede ser bizco y geógrafo al mismo tiempo. No hay contradicción en ello.
Otro testimonio de esa época es clave para desentrañar la historia. Es el de otro amigo de Fidel de la época en que ambos estudiaban Derecho: Rolando Amador. Amador estaba junto a Fidel en un hotel de La Habana, en el año 1950, repasándole las asignaturas finales de la carrera, cuando llegó una delegación del PSP en la que le notificaban que había sido aceptado en el Partido. En la delegación estaban Luis Mas Martin y Flavio Bravo.
Sin embargo, había tres formas de militar en el PSP. Una de ellas era transparente. Eran los comunistas conocidos y habituales. La segunda, consistía en infiltrar a otras formaciones políticas. El Partido Ortodoxo, que tenía grandes posibilidades de llegar al poder, era víctima del entrismo practicado por el PSP. Allí entraron "compañeros de viaje" como Eduardo Corona y Marta Frayde. Eran socialistas in pectore. (Marta acabaría en la cárcel, valientemente enfrentada a los comunistas.) Fidel también entró en la ortodoxia, pero dejó en el PSP a su hermano Raúl. Esa era la prueba de que sus lazos y convicciones seguían siendo firmes.
La tercera manera de ser un comunista militante era aún más discreta. Era la de Osvaldo Sánchez, Flavio Bravo y otros pocos personajes: se relacionaban directamente con Moscú por medio de los servicios de inteligencia soviéticos. Eran los kagebistas cubanos. Yndamiro Restano ha estudiado bien este fenómeno.
No debe olvidarse que, desde la perspectiva soviética, la primera función de los partidos comunistas locales era proteger a la madre patria rusa. Por eso los comunistas cubanos, cuando los nazis y el Ejército Rojo atacaron Polonia en 1939, pidieron a gritos que nadie interviniera en el conflicto, especialmente los odiados yanquis, pero, tan pronto Alemania invadió a la URSS, comenzaron a reclamar la intervención en la batalla junto a los rusos. Fue la época batistiana y proyanqui del PSP, etapa que duró hasta 1945.
Castro y Rasco contra Batista
El 10 de marzo de 1952, como es tristemente notorio, Fulgencio Batista dio un golpe de Estado. Aunque el conjunto de la sociedad cubana se mostró indiferente y no hubo grandes manifestaciones callejeras contra la asonada militar, al extremo de que los sindicatos, tras un primer momento de rebeldía acabaron pactando con la dictadura a cambio de la no injerencia del Gobierno en los asuntos obreros, dentro de la clase política sí se produjo un intenso movimiento de oposición escindido en dos vertientes: la de los electoralistas que deseaban liquidar a Batista en las urnas, y la de los revolucionarios que pretendían sacarlo a tiros del poder.
Otra vez José Ignacio Rasco y Fidel Castro cayeron en bandos diferentes, aunque perseguían un mismo objetivo: terminar con la dictadura de Batista. Castro, como se sabe, asaltó el cuartel Moncada, estuvo preso, desembarcó en el Granma y, ante el fracaso de la toma de Santiago de Cuba por Frank País, acabó refugiado en la Sierra Maestra durante dos añosjunto a un puñado de supervivientes, periodo en el que su figura y su movimiento se agigantaron hasta convertir a Fidel en la cabeza dominante de la oposición, ya caracterizado para siempre con una barba y un uniforme verde oliva que, tras enfermarse, ha sustituido por un mono deportivo.
En cambio, Rasco, junto a Amalio Fiallo, Manuel Artime y otras figuras juveniles del catolicismo crearon Liberación Radical, un movimiento político que pretendía derrotar a Batista sin recurrir a la violencia, y, en su momento, se sumaron al grupo electoralista de Carlos Márquez-Sterling. Lamentablemente, Batista, cegado por las rivalidades y el sectarismo, no entendió que la mejor salida al conflicto que había creado con su cuartelazo de 1952 era organizar unas elecciones limpias y transmitir la autoridad a sus adversarios más civilizados, lo que determinó que acabara fugándose la madrugada del 1 de enero de 1959, mientras las instituciones republicanas acababan de hundirse bajo el peso de Fidel y sus camaradas.
Uno de los pocos cubanos que sabía que a la Isla le esperaba un terrible futuro era José Ignacio Rasco. Conocía muy bien a su excondiscípulo Fidel Castro.