"¡Llegó Fidel, ahí está Fidel!" El grito de mi colega de aula dejó al profesor hablando solo. Todos salimos corriendo a la velocidad que nos concedían los veinte y pico años cortos que teníamos en aquel noviembre de 1962.
Por entonces el comandante Castro acostumbraba a ir con frecuencia a la Universidad de La Habana a conversar con los estudiantes. Como habitualmente hacía, llegó en un enorme automóvil negro con su numerosa escolta y se situó justamente detrás de la bella escultura del Alma Mater, en la callecita que está al finalizar la escalinata, frente al Rectorado del alto centro docente.
Como mi facultad, la de Ciencias Comerciales, estaba bastante cerca del Rectorado, fui de los primeros en llegar, y me situé en la primera fila alrededor del caudillo, parado al lado de su vehículo. Si bien no era raro que Fidel fuese a la colina (como llamábamos a la universidad), su presencia esta vez tenía una relevancia especial: hacía apenas unos días que había finalizado lo que en la isla se conoció como la Crisis de Octubre y en el resto del mundo como Crisis de los misiles.
Al cumplirse en estos días el aniversario 50 de aquel evento que estuvo a punto de desatar una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética y provocar una hecatombe planetaria, he querido contar lo que le oí decir (a metro y medio de distancia) a Fidel Castro aquella noche de principios de noviembre, hace exactamente medio siglo. Aunque no era estudiante de periodismo (no existía aún esa carrera universitaria), al regresar a mi casa tomé nota de lo escuchado para dejar constancia de ello en privado, pues me pareció que aquello era una "bomba".
Castro se mostró muy molesto, sobre todo porque había sido ignorado por completo en las tensas negociaciones entre el presidente John F. Kennedy y el líder soviético Nikita Jruschov para solucionar la crisis y evitar la catástrofe atómica. Ambos estadistas pasaron por alto los Cinco Puntos que él (Fidel) había puesto a Washington como condición para el retiro de los misiles de Cuba, y que incluían la devolución del territorio ocupado en Guantánamo, el cese del embargo comercial (el "bloqueo", vigente desde febrero de ese año), y el cese de las actividades de hostigamiento contra su gobierno que llevaban a cabo grupos anticastristas, algunos de ellos con el apoyo encubierto de la CIA.
A una pregunta de alguien acerca del retiro por Moscú de los cohetes nucleares soviéticos sin que se cumplieran los Cinco Puntos, el entonces joven dictador dijo que Washington debía celebrar en grande que los misiles no eran operados por Cuba.
Llegaban hasta Nueva York
Si los cohetes hubiesen estado bajo control cubano, enfatizó, en primer lugar no habrían podido ser retirados si antes el gobierno estadounidense no hubiese devuelto el territorio de la basa naval de Guantánamo y hubiese puesto fin al "bloqueo económico". Y en segundo lugar, "porque nosotros sí les lanzábamos los cohetes para allá si ellos hubiesen realizado un ataque aéreo o una invasión".
Castro explicó que los misiles (prefería utilizar la palabra cohetes) en cuestión llegaban hasta Nueva York y que esa urbe, que calificó de "símbolo del imperialismo", junto a la de Washington, habrían sido destruidas. Dijo que los yanquis habrían pagado "un precio terrible por su agresión".
El comentario que ninguno de nosotros le hizo entonces al comandante fue cómo podía creer él que la respuesta a una invasión con armas convencionales debía ser el desencadenamiento de un infierno atómico mundial en el que Cuba habría podido desaparecer como nación.
Pero, de que así lo creía no hay duda alguna. En medio de la crisis, el 27 de octubre, Fidel envió con el embajador soviético en Cuba, Alexei Alexéiev, una carta personal a Jruschov en la que le dijo que si EE UU invadía a Cuba, la guerra nuclear era inevitable y que, por tanto, la URSS debía dar el primer golpe antes de que lo hicieran los norteamericanos. O sea, que poniendo un pie en la Isla el primer soldado estadounidense, una lluvia de cohetes nucleares debía caer sobre el territorio de EE UU.
Perplejo al leer la carta de Castro, tres días después, el 30 de octubre de 1962, Jruschov, en una reunión en el Kremlin con una delegación de Checoslovaquia, mostró su asombro acerca de que debían ser ellos "los primeros en iniciar una guerra atómica". Al publicar sus memorias, luego de ser sustituido por Leonid Brezhnev en 1964, Jruschov señaló: "Solo una persona que no tiene idea de lo que significa una guerra nuclear, o que está enceguecida por la pasión revolucionaria, como sucede con Fidel Castro, puede hablar de ese modo…"
También el Che Guevara
En tanto, el segundo hombre más influyente en la cúpula de poder castrista en octubre de 1962 (por encima de Raúl Castro, el sucesor formalmente designado), el Che Guevara, se hallaba igualmente a años luz de la sensatez. Estaba deseoso por desatar una guerra nuclear con tal de hacer desaparecer al imperialismo yanqui.
En una entrevista que el 29 de noviembre de 1962 le hizo en La Habana el corresponsal del diario británico Daily Worker, San Russell, el Che declaró: "Si los misiles hubiesen permanecido en Cuba, nosotros los habríamos usado contra el propio corazón de los Estados Unidos, incluyendo la ciudad de Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión. […] Nosotros marcharemos hacia la victoria aun si ello cuesta millones de víctimas en una guerra atómica".
De manera que si de Castro y el Che hubiese dependido, no se habrían retirado los misiles de Cuba (como decidió Moscú), EE UU habría invadido la Isla y ambos comandantes habrían comenzado a lanzar cohetes atómicos que habrían causado la muerte de cientos de millones de personas en América, Europa y Asia, pues la respuesta nuclear de Washington contra la Unión Soviética habría sido inmediata, incluso desde sus emplazamientos coheteriles en Turquía y otros países europeos, y desde Corea del Sur y otras naciones, lo cual habría provocado contragolpes nucleares soviéticos, y luego otros contragolpes estadounidenses hasta el exterminio total.
Asombra hoy cómo un hombre como el Che Guevara, contrariado porque no dispuso de cohetes atómicos para masacrar a millones de civiles inocentes, y quien en el "Mensaje a la Tricontinental" (su testamento político publicado en abril de 1967 en La Habana), llamaba a convertir a los revolucionarios en unas "selectivas y frías máquinas de matar", puede ser considerado hoy por vastos sectores de la izquierda en el mundo como un símbolo romántico de esperanza de los pueblos.
Y causa estupor también que alguien pueda admirar hoy a Fidel Castro, quien expresó su frustración ante un grupo de mozalbetes universitarios, hace hoy medio siglo, por no haber tenido poder suficiente para iniciar la Tercera Guerra Mundial y llevar a los terrícolas de regreso a las húmedas y oscuras cavernas de la Edad de Piedra.